18/02/2007

QUEMA MIS LABIOS

Extravié mi cáliz de oro.

Solía beber y beber vino sin control. Día y noche me embriagaba en ese estado de otra dimensión, donde no sentía el mundo. Pasaba mis horas allá simplemente navegando entre sueños, colores, sensaciones y todo tipo de estupidez que cualquier clase de estúpido pueda decir sobre el amor.

La resaca era muy corta, de hecho ni la sentía. La necesiad de embriagarme de nuevo era el mejor de los analgésicos. No sólo la curaba, llegó al punto de vacunarme contra ella.

No sé de mi copa dorada. No sé donde esté, si la volveré a ver y si podré volver a embriagarme de nuevo. Esos vasos de hojalata que hay en cualquier rincón me saben a mierda; cortan mis labios y me dejan el peor sabor de boca que usted lector pueda imaginar.

No comprendo cómo el vino de la vida puede ser tan venenoso sin la copa adecuada. No sé que tiene que ver un pedazo de metal con vivir, y no sé que hago un Domingo en la tarde escribiendo desventuras mientras casi todos por ahí simplemente viven.

Hace unos días que el mundo es un lugar irreconocible. Y hace unos días que no entiendo nada.

LA TRISTEZA QUE NO CABE EN EL PLANETA

El tamaño del planeta es relativo. Cuando soñamos y perseguimos estos sueños nos parece inmenso, hermoso; lleno de cosas para ofrecernos. Cuando la dicha nos embarga nos parece que el mundo nos queda grande para recorrerlo y ser felices.

Cuando se trata de escapar el mundo nos queda corto. Podemos dar trillones de pasos para alejarnos y la distancia nos parece ínfima, especialmente cuando escapamos del dolor que llevamos dentro. Así ya no hay caso, no tenemos escape.

Y sientes cómo cada paso te punza el corazón, sientes como cada vez que inhalas se te clava un alfiler en el pecho. Cada canción que escuchas te arranca una desdicha sin importar lo que diga. Cada canción triste te arranca una lágrima sin importar si te acabas de ganar la lotería o si estás a punto de hacer realidad uno de los sueños de tu vida.

Cuando eres un condenado tus grilletes te acompañan a todos los rincones donde vayas. Cuando eres parcialmente culpable las heridas del acero se vuelven llagas que queman hasta que ya no tienes aliento para caminar. Cuando eres parcialmente inocente tratas como puedes de liberar tu pie derecho inútilmente, no sin la llave. Cuando estás impotente y parece que ya nada que digas o hagas podría salvarte te invade una desesperanza que te quita toda ilusión de esperar el futuro con brazos abiertos. Cuando tu estupidez, tu mala suerte y tus errores se juntan lo siento mortal; ya nada puede salvarte.

Y así pasan los segundos como si fueran años, los días como si fueran siglos. Te sientes en un limbo en el que repites una y otra vez ese segundo de estupidez que te cambió la vida y te estrelló contra el suelo luego de volar tan alto. En ese limbo la comida, el aire y el agua pierden cualquier importancia; la sonrisa es una utopía; las personas a tu alrededor se desdibujan y no te importa si existen; las personas que te quieren te hablan y sólo escuchas balbuceos. Tratas de ordenar tus palabras y sólo consigues derramar una lágrima más.

Al final, cuando tu dolor parece interminable y la salida parece no existir; sólo te queda arrodillarte y llorar al cielo suplicando un milagro del creador. Esa fuerza que nunca te falla y que es lo único que te puede salvar con su infinito poder y amor. Te arrodillas y suplicas sin importar donde estés, porque hace rato que el mundo dejó de importar.

El mundo es un lugar irreconocible hace unos días.